A veces se miran como dos desquiciados, se desean insoportablemente, hartos de sí mismos se van asesinando lentamente: uno dentro del otro van dejando triángulos de muerte, de verdadera agonía. Sus cuerpos desnudos son como árboles talados, destruidos. Mueren en sí mismos. Dentro de sus bocas existe el infierno, y se queman, arden de besos y rasguños azules que se tatúan sanguinariamente en sus espaldas, rápidamente sus ojos se buscan, tratan de encontrar la luz de sus nombres, esas auroras tibias que surgen entre la córnea y el alma. Ahora es el silencio: ese grito que precede a la existencia, al nacimiento de la tarde, a las ventanas rotas, al frío de las sábanas inmutables color verde y azucena. Y ahí están: desolados, interminables, eternos.